BREVE HISTORIA DE LA MEDICINA DEL DOLOR |
Cuando se investiga el dolor, el procedimiento básico consiste en someter al paciente al Cuestionario de Dolor de McGill. Este fue desarrollado en la década de 1970 por dos científicos, Ronald Melzack y Warren Torgerson, ambos de la Universidad McGill en Montreal, y sigue siendo la principal herramienta para medir el dolor en las clínicas de todo el mundo.
Melzack y su colega, el doctor Patrick Wall del Hospital St. Thomas en Londres, ya habían galvanizado el campo de la investigación del dolor en 1965 con su seminal “teoría de la compuerta”, una explicación innovadora de cómo la psicología puede afectar a la percepción del dolor en el cuerpo. En 1984, la pareja escribió el “tratado del dolor de Wall y Melzack”, el trabajo de referencia más completo en medicina del dolor. Ha pasado por cinco ediciones y actualmente tiene más de 1.000 páginas.
Melzack empezó a enumerar las palabras utilizadas por los pacientes para describir su dolor y las clasificó en tres categorías |
A principios de los años setenta, Melzack empezó a enumerar las palabras utilizadas por los pacientes para describir su dolor y las clasificó en tres categorías: sensoriales (que incluía “calor”, “presión” o “sensaciones palpitantes”), afectivas (relacionadas con efectos emocionales, como “agotador”, “enfermizo” o “espantoso”) y finalmente evaluativas (evocadoras de una experiencia, como “molesto”, “horrible” o “insoportable”).
No hace falta ser un genio del lenguaje para ver que hay deficiencias en este galimatías léxico. Por un lado, algunas palabras de las categorías afectiva y evaluativa parecen intercambiables; no hay diferencia entre “espantoso” en el primero y “horrible” en el segundo, o entre “agotador” y “molesto”, y todas las palabras comparten la desafortunada cualidad de sonar como una duquesa quejándose de una pelota que no cumplía con sus estándares.
Pero el catálogo de sufrimientos de Melzack formó la base de lo que se convirtió en el Cuestionario de Dolor de McGill. El paciente recibe una lista de “descriptores del dolor” que se lee y tiene que decir si cada palabra describe su dolor, y, de ser así, calificar la intensidad de la sensación. Los médicos luego analizan el cuestionario y ponen marcas de verificación en los lugares apropiados. Esto les da un número, o un porcentaje, para estudiar después si un tratamiento ha incrementado o no el dolor del paciente.
Una variante más reciente es la Escala de Evaluación de la Calidad del Dolor (PQAS) de la Iniciativa Nacional de Control del Dolor, en la que se pide a los pacientes que indiquen, en una escala de 1 a 10, cuán “intenso” –o “agudo”, “caliente”, “sensible”, “frío”, “tierno”, “punzante”, etc– ha sido su dolor durante la semana pasada.
El problema con este enfoque es la imprecisión de esa escala de uno a diez, donde un diez sería “la sensación de dolor más intensa imaginable”. ¿Cómo puede un paciente ‘imaginar’ el peor dolor padecido nunca y dar a su propio dolor un número? Los hombres británicos de clase media que nunca han estado en una zona de guerra pueden tener dificultades para imaginar algo más agónico que el dolor de muelas o una lesión por jugar al tenis. Las mujeres que han experimentado el parto pueden, después de esa experiencia, calificar todo lo demás como un leve tres o cuatro.
Le pregunté a algunos amigos cuál pensaban que podría ser el peor dolor físico. Inevitablemente, acababan describiendo cosas desagradables que les habían sucedido. Uno de ellos nombró la gota. Recordó estar acostado en un sofá, con el pie gotoso apoyado sobre una almohada, cuando recibió la visita de su tía; la bufanda que llevaba se deslizó de su cuello y tocó ligeramente su pie. Fue una “agonía insoportable”. Mi cuñado nombró el dolor de muelas, a diferencia del dolor muscular o de espalda, dijo, no podía ser aliviado cambiando de postura. Fue “implacable”. Otro amigo confeso que una hemorroidectomía le había dejado con el síndrome del intestino irritable, en el que un espasmo diario le hacía sentir “como si alguien me hubiera metido un estribo en el culo y lo golpeara furiosamente”. El dolor, dijo, era “ilimitado, como si no se detuviera hasta que estallara”. Una amiga recordó el momento en que el dobladillo de la pierna del pantalón de su marido se enganchó en su dedo gordo, arrancándole la uña. Utilizó una analogía musical para explicar el efecto: “Había pasado por un parto, me había roto la pierna, y los recordaba como ruidos bajos y gemidos, como violoncelos; que te arrancaran una uña era insoportable, un grito grande, alto y ensordecedor de violines psicópatas, como nada de lo que había escuchado o sentido antes”.
Un amigo novelista especialista en la Primera Guerra Mundial llamó mi atención sobre las memorias de Stuart Cloete, A victorian son (1972), en las cuales el autor narra su experiencia en un hospital de campo. Se maravilla con el estoicismo de los soldados heridos: “He oído a muchachos en sus camillas llorando de debilidad, pero lo único que pedían era agua o un cigarrillo. La excepción era un hombre al que habían disparado en la palma de la mano. Creo que es la herida más dolorosa que existe, a medida que los tendones del brazo se contraen, desgarrándose como si estuviera en un estante”.
¿Es verdad? Al mirar la escena de la Crucifixión en el Retablo de Isenheim de Matthias Grünewald (1512-16), puedes observar los dedos horriblemente tensos de Cristo, retorcidos alrededor de los gruesos clavos que sujetan sus manos a la madera, y oh, Dios, sí, crees que debe ser cierto.
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Parece una vergüenza que estas descripciones elocuentes sean reducidas por el cuestionario de McGill a palabras como “palpitante” o “agudo”, pero su función es simplemente dar al dolor un número, un número que, con suerte, disminuirá después del tratamiento, cuando el paciente sea reevaluado.
Este procedimiento no impresiona al profesor Stephen McMahon del London Pain Consortium, una organización formada en 2002 para promover la investigación internacional del dolor. “Hay muchos problemas asociados a tratar de medir el dolor”, dice. “Creo que la obsesión con los números es una simplificación excesiva. El dolor no es unidimensional. No sólo se refleja en una escala –mucho o un poco–, viene con varios acompañantes: lo amenazante que es, lo emocionalmente perturbador que resulta, o cómo afecta a la capacidad para concentrarse. La obsesión de medir proviene probablemente de los gestores que piensan que, para evaluar los medicamentos, se tiene que demostrar su eficacia. Y a la Administración Americana de Alimentos y Medicamentos (la FDA) no le gustan las evaluaciones de calidad de vida; le gustan las cifras. Así que estamos obligados a darles un número y anotarlo. Es un poco un esfuerzo malgasto porque solo estamos capturando una dimensión del dolor.
[continúa]